Así premiaron a don Juan Nieto por sus servicios a las huestes colonizadoras de Jerónimo Cabrera: con las tierras de Alta Gracia que, por entonces, sólo concentraban un par de ranchos y cultivos realizados por los aborígenes de su encomienda. Ni se imaginaba que el heredero de esa precaria finca, don Alonso Nieto de Herrera, al ingresar a la Compañía de Jesús por el 1643, la donaría a la Orden. Y mucho menos que de la mano de los jesuitas se desarrollaría semejante emprendimiento productivo, dedicado a la rama textil, ganadera y agropecuaria y en especial al comercio de mulas.
Ubicada a 36 km al sudoeste de la ciudad de Córdoba, la Estancia de Alta Gracia por el año 1659 había dejado atrás la originaria construcción de adobe y se había transformado en una mole de cal y piedra, desafiando con su estilo barroco la arquitectura de la época. Estaba conformada por la residencia, el obraje destinado principalmente a la producción textil, la carpintería y los hornos, la ranchería y sus sesenta cuartos para trabajadores, el tajamar, un dique artificial utilizado para el riego de los cultivos y la iglesia.
Diseñada por el genio de Andrés Blanqui, arquitecto de la Orden y responsable de la mayoría de las obras coloniales más prestigiosas de la Argentina, el santuario es una verdadera joya del barroco colonial que corona el ala sur del complejo. Única en el país por su fachada sin torres, posee un perfil de curvas interrumpidas y pilastras apareadas que rememoran el barroco italiano tardío. En su interior exquisitamente ornamentado, se destacan el retablo del altar mayor con sus columnas salomónicas y el púlpito tallado en madera, debajo de la bóveda.
En 1810, luego de la expulsión y de sucesivos propietarios particulares, toma posesión de la Estancia don Santiago de Liniers, antiguo Virrey del Río de la Plata, que vivió por escasos cinco meses hasta su trágico final. Diez años más tarde, don Juan Manuel Solares compró y loteó las tierras de las inmediaciones de la estancia, dando origen a la incipiente ciudad de Alta Gracia.
Si bien en 1941 fue declarada Monumento Histórico Nacional, la residencia fue ocupada por los herederos de Solares hasta el año 1968. Recién en 1971 se iniciaron las tareas de restauración que permitieron inaugurarla como Museo Nacional Casa del Virrey Liniers, en pleno corazón del valle de Paravachasca, entre las últimas estribaciones de las sierras chicas.
Traspasar el pórtico e ingresar al Patio de Honor acompañados por el aroma de los naranjos, jazmines y duraznillos, nos invita al recorrido: la cúpula que sostiene las tres campanas, un reloj de sol con su sombra proyectada y un apacible silencio que nos transporta en el tiempo.
Las salas del museo reflejan fielmente los ambientes de la vida colonial: las cujas de algarrobo, petacas de viaje hechas en cuero crudo, la rueca de hilar lana, el brasero. Todo dispuesto como entonces. De igual modo, la sala dedicada a Liniers con muebles que pertenecieron a su familia: el juego de comedor, una cornucopia bañada en plata, la mesa de cedro tallada y un óleo del Virrey.
Hoy en día, la Estancia de Alta Gracia es seguramente la de mayor actividad. Su integridad original se vio modificada por la trama urbana de la misma ciudad: el museo funciona en lo que antiguamente era la residencia; el templo es en la actualidad la iglesia parroquial; el obraje pasó a ser una escuela secundaria, el tajamar, un centro de recreación y paseo; y sobre las tierras de producción se construyeron diversos barrios.
Por esta razón, remontar el pasado de la Estancia Jesuítica de Alta Gracia significa conocer los orígenes de la misma ciudad, hoy convertida en un pujante centro urbano.
INFORMACIÓN: www.welcomeargentina.com
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