La información sobre Jardín Florido de este artículo difiere en algunos datos de la otra. Es por eso que posteo las dos.
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De oficio, piropeador
Es difícil asegurar el origen exacto de su nacimiento y cuál era la flor que lucía en la solapa, pero muchos recuerdan haberlo visto halagando a las damas de la dulce Córdoba de mediados del siglo pasado. Y nunca falta quien lo nombre, o recuerde alguna de sus galanterías.
Jardín Florido se llamó, se llama, porque es leyenda y las leyendas no mueren. Fue el piropeador más famoso y respetuoso de los años '50 y '60 cordobeses, el dueño de frases inocentes, lisonjeras, que engalanaron las esquinas céntricas de la Córdoba de antaño, aquélla donde no existía la prisa.
El hombrecito de traje negro, galera, bastón con empuñadura de marfil y flor en el ojal -un clavel, tal vez un jazmín, o una indefinida y descolorida flor de plástico en los últimos tiempos- había nacido en Bassano de Grappa, Italia, en 1888, dicen casi todos. Pero, como ocurre con los seres legendarios, también hay quienes cuentan que, en realidad, había llegado desde un pueblito de la provincia de Santa Fe.
Cualquiera fuera su procedencia, su documento decía que su nombre era Fernando Bertapelle, algo que tanto él como los cordobeses decidieron olvidar. Es que la ciudad lo había bautizado Jardín Florido, de acuerdo con su oficio ad honorem: piropeador, decidor de exuberantes frases a cuanta dama se le cruzara por delante. En la tranquila Córdoba que pocos años después se convertiría en convulsionado centro ciudadano, Jardín Florido aplicaba el principio de igualdad. Para él no había lindas, feas, gordas, con anteojos de gruesos cristales, portadoras de falda hasta los tobillos, jóvenes sensuales o ancianas jubiladas. Todas eran mujeres, dignas de las más dedicadas y delicadas palabras.
"En el mar de sus ojos, señora, ¿quién podrá salvarme?" susurraba el personaje en la esquina de 9 de Julio y Rivera Indarte. O "Estas negras rejas se desvanecen para servir de simple fondo a la colorida belleza de sus ojos, de su cabello y de su juventud", decía el hombre, con todo el tiempo del mundo por delante. Hay quien aún recuerda un piropo especial, con fecha y todo. Fue "Adiós, hermosa legisladora del mañana" lo que se le ocurrió decir a Jardín Florido en 1952 a una dama que pasó por ahí, en homenaje al voto femenino inaugurado por esos días.
Cuentan que se ganó la vida como litógrafo, mozo de comedor en el ferrocarril Belgrano y en la confitería Richmond, encargado del aristocrático Crisol Club, valet de un gobernador, mayordomo de una estancia, procurador judicial y gestor de la inmobiliaria Villalón durante sus muchos años cordobeses. Dicen que acertó la lotería dos veces y que con ese dinero se compró el Packard -del mismo color y modelo que el de Carlos Gardel- que sería su orgullo y luego su ruina cuando, por piropear a una señorita mientras conducía, se subió a la vereda y lastimó a un grupo de jóvenes -algunos aseguran que fueron escolares-; la consecuencia fue la venta del auto para pagar las obligaciones judiciales.
"Este empedrado que pisaron soldados, próceres y sacerdotes, es digno de sostener su celestial armonía, capaz de endulzar al mismísimo hierro", decía Jardín Florido desde otra de sus esquinas favoritas, la de San Martín y 25 de Mayo, según recuerda hoy una cordobesa de 48 años que solía pasear por allí de la mano de su mamá. "La respuesta de mi madre y de las demás mujeres que lo oían piropear era una sonrisa, siempre". Lo mismo afirma su compañera de trabajo, nacida en La Docta hace sólo 28 años pero con memoria histórica: "Claro que oí hablar de Jardín Florido. También lo llamaban Ventanita Florida; mucha gente de mi familia lo conoció".
En las calles
En pleno centro y a metros de la Catedral, las rejas de la vieja Córdoba parecen haber inspirado al personaje. "¿Cómo puede la luz de su rostro y la calidez de su figura hacer tan negras, frías y rústicas a estas pobres rejas del pasado, que sólo pretendían adornar a una iglesia?" se despachaba, dejando asombrada a alguna turista desprevenida.
El nombre de Jardín Florido reluce en tres calles cordobesas: lo recuerdan una placa en Antonio del Viso 738, el sitio donde vivió; otra de cerámica en la primera cuadra de la calle San Martín, y una mayólica en 9 de Julio y Rivera Indarte, realizada por la artista Nélida Varaldi, con versos de la poeta Noemí Pedernera.
"Sólo pretendo sobrevivir. No espero nombramientos. No quiero discutir y menos oír hablar tonterías de quién soy. No poseo más que el andar de un simple hombre que espera... Pasarán los días y no me encontrarán, nada más", dicen que dijo el hombre de galera y bastón poco antes de morir, a los 80 años, en su casa del barrio de Alta Córdoba, donde vivía junto con su compañera de la última década, Eduvije Guevara. Algunos cuentan que se estaba bañando para salir a piropear. Otros, que ya se había vestido con su frac de casimir inglés. Era la fría mañana cordobesa del 9 de julio de 1968. O del 10. La vida de Jardín Florido se extinguía, y se agrandaba la leyenda del hombrecito educado y galante. También se iba apagando la calma de aquella Córdoba tranquila y siestera. Pronto, otras voces sonarían, otros pasos agitarían las calles de la ciudad "de la bella estirpe y casta doctoral" y repercutirían en todo el país.
Mercedes Salvat
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De oficio, piropeador
Es difícil asegurar el origen exacto de su nacimiento y cuál era la flor que lucía en la solapa, pero muchos recuerdan haberlo visto halagando a las damas de la dulce Córdoba de mediados del siglo pasado. Y nunca falta quien lo nombre, o recuerde alguna de sus galanterías.
Jardín Florido se llamó, se llama, porque es leyenda y las leyendas no mueren. Fue el piropeador más famoso y respetuoso de los años '50 y '60 cordobeses, el dueño de frases inocentes, lisonjeras, que engalanaron las esquinas céntricas de la Córdoba de antaño, aquélla donde no existía la prisa.
El hombrecito de traje negro, galera, bastón con empuñadura de marfil y flor en el ojal -un clavel, tal vez un jazmín, o una indefinida y descolorida flor de plástico en los últimos tiempos- había nacido en Bassano de Grappa, Italia, en 1888, dicen casi todos. Pero, como ocurre con los seres legendarios, también hay quienes cuentan que, en realidad, había llegado desde un pueblito de la provincia de Santa Fe.
Cualquiera fuera su procedencia, su documento decía que su nombre era Fernando Bertapelle, algo que tanto él como los cordobeses decidieron olvidar. Es que la ciudad lo había bautizado Jardín Florido, de acuerdo con su oficio ad honorem: piropeador, decidor de exuberantes frases a cuanta dama se le cruzara por delante. En la tranquila Córdoba que pocos años después se convertiría en convulsionado centro ciudadano, Jardín Florido aplicaba el principio de igualdad. Para él no había lindas, feas, gordas, con anteojos de gruesos cristales, portadoras de falda hasta los tobillos, jóvenes sensuales o ancianas jubiladas. Todas eran mujeres, dignas de las más dedicadas y delicadas palabras.
"En el mar de sus ojos, señora, ¿quién podrá salvarme?" susurraba el personaje en la esquina de 9 de Julio y Rivera Indarte. O "Estas negras rejas se desvanecen para servir de simple fondo a la colorida belleza de sus ojos, de su cabello y de su juventud", decía el hombre, con todo el tiempo del mundo por delante. Hay quien aún recuerda un piropo especial, con fecha y todo. Fue "Adiós, hermosa legisladora del mañana" lo que se le ocurrió decir a Jardín Florido en 1952 a una dama que pasó por ahí, en homenaje al voto femenino inaugurado por esos días.
Cuentan que se ganó la vida como litógrafo, mozo de comedor en el ferrocarril Belgrano y en la confitería Richmond, encargado del aristocrático Crisol Club, valet de un gobernador, mayordomo de una estancia, procurador judicial y gestor de la inmobiliaria Villalón durante sus muchos años cordobeses. Dicen que acertó la lotería dos veces y que con ese dinero se compró el Packard -del mismo color y modelo que el de Carlos Gardel- que sería su orgullo y luego su ruina cuando, por piropear a una señorita mientras conducía, se subió a la vereda y lastimó a un grupo de jóvenes -algunos aseguran que fueron escolares-; la consecuencia fue la venta del auto para pagar las obligaciones judiciales.
"Este empedrado que pisaron soldados, próceres y sacerdotes, es digno de sostener su celestial armonía, capaz de endulzar al mismísimo hierro", decía Jardín Florido desde otra de sus esquinas favoritas, la de San Martín y 25 de Mayo, según recuerda hoy una cordobesa de 48 años que solía pasear por allí de la mano de su mamá. "La respuesta de mi madre y de las demás mujeres que lo oían piropear era una sonrisa, siempre". Lo mismo afirma su compañera de trabajo, nacida en La Docta hace sólo 28 años pero con memoria histórica: "Claro que oí hablar de Jardín Florido. También lo llamaban Ventanita Florida; mucha gente de mi familia lo conoció".
En las calles
En pleno centro y a metros de la Catedral, las rejas de la vieja Córdoba parecen haber inspirado al personaje. "¿Cómo puede la luz de su rostro y la calidez de su figura hacer tan negras, frías y rústicas a estas pobres rejas del pasado, que sólo pretendían adornar a una iglesia?" se despachaba, dejando asombrada a alguna turista desprevenida.
El nombre de Jardín Florido reluce en tres calles cordobesas: lo recuerdan una placa en Antonio del Viso 738, el sitio donde vivió; otra de cerámica en la primera cuadra de la calle San Martín, y una mayólica en 9 de Julio y Rivera Indarte, realizada por la artista Nélida Varaldi, con versos de la poeta Noemí Pedernera.
"Sólo pretendo sobrevivir. No espero nombramientos. No quiero discutir y menos oír hablar tonterías de quién soy. No poseo más que el andar de un simple hombre que espera... Pasarán los días y no me encontrarán, nada más", dicen que dijo el hombre de galera y bastón poco antes de morir, a los 80 años, en su casa del barrio de Alta Córdoba, donde vivía junto con su compañera de la última década, Eduvije Guevara. Algunos cuentan que se estaba bañando para salir a piropear. Otros, que ya se había vestido con su frac de casimir inglés. Era la fría mañana cordobesa del 9 de julio de 1968. O del 10. La vida de Jardín Florido se extinguía, y se agrandaba la leyenda del hombrecito educado y galante. También se iba apagando la calma de aquella Córdoba tranquila y siestera. Pronto, otras voces sonarían, otros pasos agitarían las calles de la ciudad "de la bella estirpe y casta doctoral" y repercutirían en todo el país.
Mercedes Salvat
FOTO: José Luis Raota
FUENTE: www.cardon.com.ar
FUENTE: www.cardon.com.ar
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